La construcción silenciada de una actriz que quiso cambiar el guión de la historia
Por Daniela Fariña para Argentina en Red
Una joven quinceañera llamada María Eva Duarte (1919-1952), nacida en Los Toldos, hija ilegítima rechazada por su padre adinerado, se abría camino sola en Buenos Aires, en épocas en las que las mujeres aún no tenían grandes libertades. En búsqueda de los escenarios, en 1935 debutaba en la obra La señora de Pérez. Inmediatamente, el lente cinematográfico comenzó a descubrir a Evita y su primer protagónico tuvo lugar en 1938 en un cortometraje publicitario titulado “La luna de miel de Inés”.
Eva Duarte se había convertido en una de las actrices que por aquellos años lograron llevar su trabajo a todos los formatos existentes en la época: teatro, radioteatro, cine y publicidad en radio, diarios y revistas. Su imagen y su voz se hacían cada vez más públicas. Desde fines de los años treinta, “Evita Duarte” era un nombre que resonaba en las revistas de
espectáculos, las marquesinas teatrales y los radioteatros. Llegó incluso a tener su propia compañía, un hito en sí mismo. Pero ese recorrido artístico de enorme relevancia fue más tarde borrado o minimizado por la historia oficial, silenciado o mirado con recelo por un discurso patriarcal que no tolera mujeres que hayan sido mucho antes que “esposas de”.
La Eva artista fue también una mujer organizadora. Participó en la fundación del primer sindicato de la radio y trabajó con Jaime Yankelevich, figura clave de los inicios de la televisión argentina. Pero su vínculo más profundo con la representación se dio en 1942, cuando Eva fue contratada para hacer un radioteatro llamado “Grandes mujeres de todos los tiempos”, escrito por José Muñoz Azpiri (más tarde su asesor) y dirigido por Yankelevich. En él, le puso voz a figuras como Marie Curie, Isadora Duncan o María Antonieta. No era un detalle: Eva estaba ensayando desde el micrófono una forma de encarnar el poder, aún sin saberlo.

Eva y su hermano Juan Duarte
Sin embargo, ese tránsito por la escena fue interrumpido bruscamente. En 1945, protagonizó La pródiga, su último film. En él, una mujer rica decide repartir su fortuna entre los humildes y luego se une a un hombre en libertad y respeto mutuo. El contenido parecía demasiado cercano al giro que daría su vida apenas semanas después. Cuando Perón detuvo el estreno y ordenó destruir las cintas, ya no era sólo el cine lo que se apagaba: era también la posibilidad de que Eva narrara su propia historia.
Décadas después, ese film fue recuperado. Como Mi mensaje, el último texto que escribió en vida, también ocultado por el mismo poder que decía amarla. Eva murió en 1952, con 33 años, dictando ese texto entre la fiebre y la conciencia de su final. Lo escribió desde el dolor del cuerpo enfermo y el compromiso intacto. No pidió honores. Pidió una revolución cultural. Y el poder, incluso el propio, no se lo permitió.
En Mi mensaje, renuncia una vez más: no ya al cine, al teatro o al radioteatro, sino a ser espectadora de la historia. Abandona el guión y el escenario para fundirse con el pueblo. Deja de representar para ser. Y elige un papel que no admite maquillaje: el de una mujer que arde.

La censura de La pródiga y el ocultamiento de Mi mensaje forman parte de un mismo gesto histórico: negar la potencia transformadora de una mujer que no sólo hablaba por los pobres, sino que hablaba como ellos. No representaba la pobreza: la conocía. No era la virgen ni la puta, sino la mujer peligrosa, porque había estado a ambos lados del espejo.
Porque sabía que el relato podía cambiar el mundo.
La censura de su vicepresidencia en las puteadas del pueblo (cuando el poder le daba la espalda), son la imagen de una Evita revisionada, permanentemente, desde cada rincón del presente. Ella fue el 17 de octubre, como antes fue la organización de la solidaridad por el terremoto de San Juan. Fue estratega y fue víctima de todo tipo de violencia política. De todo renunciamiento a los honores que se hizo cáncer tras un relato que la pisa.
La censura de Evita suena a desintegración de la militancia, a pérdida de esperanza, a usura sobre lo colectivo. Defenderla es recuperar la fé, por ende, entre lo vivo. Hoy más que nunca, eso que llaman militancia sin justicia ni honores es trabajo no pago. Nuestra inteligencia colectiva debe reparar sus errores.
La historia argentina, y el peronismo mismo, no siempre supieron —o no quisieron— reconocer esta etapa fundante de Eva. Tal vez porque les era más cómodo recordarla como la que “ayuda” y no como la que “actúa”. La mujer que cuida, no la que escribe. La que sufre, no la que decide. La que ama, no la que transforma.
A partir de su muerte, la mayoría de las representaciones públicas la retrataron despolitizada, religiosa, débil, enamorada. Como si la ternura y la determinación fueran incompatibles. Como si la fuerza que tuvo para enfrentarse al poder masculino, militar y burgués, tuviera que ser borrada para que su historia encajara mejor en la narrativa de “esa mujer”. Pero Eva nunca fue sólo “esa mujer”. Fue la que cruzó la pantalla, la que supo que la comunicación era poder. La que entendió que ser actriz no era un obstáculo para liderar, sino su principal escuela. Que una mujer con micrófono, con guión, con palabra propia, podía ser más peligrosa que mil coroneles. Porque conocía los recursos del espectáculo, y aún así eligió desnudarse de ellos para hablar con verdad.
Evita fue una artista mujer, y con esas cualidades llegó al poder. Y fue justamente su experiencia como actriz, como trabajadora de los medios, lo que le permitió conectar con millones. No simuló humildad: la recordó. No interpretó la justicia: la reclamó. Su cuerpo, su voz, su estilo, su forma de hablarle a las masas, todo fue política y todo fue arte.
Lo cierto es que para quienes heredamos la bandera de su pelo rubio, teñido, suelto o atado, en el cine y en la calle, su historia nos interpela. Nos obliga a revisar qué se oculta cuando se romantiza la política como espacio de sacrificio, cuando el poder se concentra y se explota a quien lo da todo. Qué se silencia cuando el amor se vuelve excusa para la sumisión. Qué se niega cuando una mujer, en lugar de ser ídola, se vuelve espejo.

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