Qué podría salir mal?

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Discurso completo  de Juan D. Perón – Día de la Lealtad 17 de octubre de 1945.

Por Rithika Ramamurthy 

No va a salir bien (Título original). 15/07/2022 . Una revisión de las reflexiones postrabajo, depués de una breve introducción.

Introducción imperscindible

Hace 136 años, comenzó una huelga de un grupo de obreros en Estados Unidos para reclamar una jornada de 8 horas, en lugar de las 12 o hasta 18 horas que tenían que cumplir. La queja duró tres días más.

Con total criterio y responsabilidad, desde todos los sectores se propone ahora un contundente aumento de salarios, jubilaciones y programas miserables, reducir esa jornada a 6 horas para generar más empleo y la urgente implementación de un Ingreso Universal que garantice la subsistencia para todos como nuevo pilar del Estado Social de Derechos y Dignidad del Siglo XXI. Con total irresponsabilidad y cobardía, nos arrojan nuevamente al abismo de nuestro fracaso como sociedad sin advertir que el guiso se cuece.

Miles de trabajadores, conmemorando el Día del Trabajador, el 1 de mayo de 1890 se lanzaron a las calles en la Argentina. Fue la conmemoración inicial en el país tras el establecimiento de esa fecha a nivel internacional.

No fué ésto lo que le dió el triunfo a Perón en el 45?

De María Seoane y Gisela Marziotta publicado en Página 12 en 2019 bajo el título “17 de octubre, el día que cambió la Argentina


Juan Perón
 sabía que la Argentina era una presa de esa batalla entre el imperialismo saliente, Inglaterra, y el naciente, los Estados Unidos. Su impacto en estas tierras no se hizo esperar. El regordete y rubicundo embajador norteamericano, Spruille Braden, detestaba el ascenso del nacionalismo argentino. Había aterrizado en Buenos Aires el 21 de mayo de 1945 y su tarea era, precisamente, liderar la oposición contra los militares encabezados por Perón.

El 20 de agosto, en la Secretaría de Trabajo y Previsión, con un numeroso grupo de encargados de casas de renta definió que en el país luchaban dos grandes bandos: “los menesterosos millonarios que exigen que el Estado no intervenga para distribuir un poco la riqueza entre los que todo lo poseen y los que nada poseen. Podemos decir hoy que el problema está planteado entre dos grandes bandos, los que se aferran a su dinero y los que luchan por dar a sus hijos el pan para su cuerpo y para su espíritu.

“Sostenemos que queremos la democracia pero la queremos sin oligarquía, sin fraudes, sin coimas, sin negociados, sin miseria y sin ignorancia. Los obreros han de recordar que no deben ser –y no lo serán– instrumentos de ninguna fuerza ajena a su propio derecho y a su propia justicia”.

Juan Perón

Entonces ocurrió lo inevitable. La madrugada del 17 de octubre de 1945 comenzó una revolución. Se produjeron manifestaciones en varios puntos de la Ciudad. La actividad comercial e industrial se paralizó. Miles de trabajadores llegaron a la Capital desde las usinas de Puerto Nuevo, de los talleres de Chacarita y Villa Crespo, de las manufacturas de San Martín y Vicente López, de las acerías del Riachuelo. Cruzaron el Riachuelo por puentes o en botes. Miles de esos ´nadies´, que la voz porteña había denominado “cabecitas negras” se trasladaron al Hospital Militar para exigir la libertad de Perón y su regreso al gobierno.

Nos van a quemar la Casa de Gobierno”, suplicó Farrell. Antes de la medianoche, Perón llegó a la Casa Rosada y se acercó al balcón. Y levantando y abriendo sus dos brazos, pronunció la palabra clave: “Trabajadores, trabajadores…” para ser escuchado por una multitud que dejó de rugir y guardó un silencio compacto.

El 17 de octubre de 1945 marcó una divisoria de aguas en la historia argentina del siglo XX: Juan Domingo Perón se convertiría en líder indiscutido del movimiento político que haría posible que los sectores populares conquistaran derechos sociales y condiciones de ciudadanía.

“Imagínese, ni sabía que iba a decir (…) El Pueblo era todo oídos y yo tenía que ser la voz. Fue entonces cuando la intuición vino en mi ayuda: tenía que pedir al pueblo que, previo a todo, entonase las estrofas del Himno Nacional”. Y Perón dio –según sus propias palabras– el “mejor discurso de mi vida”. Luego, ya ex vicepresidente, anunció su retiro del Ejército, volvió a sostener la ligazón con los trabajadores y recomendó que, al salir, los miles de obreros tuvieran el máximo de cuidado. En la despedida, Perón le pidió a la multitud: “Quiero pedirles que se queden en esta plaza, quince minutos más, para llevar en mi retina el espectáculo grandioso que ofrece el pueblo desde aquí”. Los trabajadores festejaron con un solo grito: ¡Mañana es San Perón

Y a partir de entonces, nada sería igual en la historia argentina.

El cuadro quebrado. Todo un modelo para Jorge Rafael Videla y los “dueños de la Argentina”. Eso fué el sistema de partidos Liberal impuesto por el Plan Condor en el continente…y acá estamos.

Todo es igual, nada es mejor…

El golpe oligárquico del 1955 derogó con bombardeo y bando militar ese proyecto de país y el de 1976 (con 30.000 detenidos desaparecidos) te tocó en persona. Hacé memoria, googlealo para refrescar o preguntale a tu vieja.

Personalmente compartí los recreos ese año en el Nacional Buenos Aires con 98 pibes que no pudieron terminar la secundaria y se cuentan en la lista de desaparecidos”… nos cuenta Pablo Sercovich… y es mucho peor de lo que parece. La relación entre trabajo y capital terminó y el impacto de esta cuarta revolución industrial (con automatización, inteligencia artificial y esas yerbas) impide reeditar las antiguas batallas por la distribución de la renta. Hartos ya de plantearlo en todos los ámbitos y después de haber convertido la Avenida 9 de julio en un corsódromo, tenemos que repensar la estrategia. El desafío sigue siendo el mismo pero el mundo cambió. Ellos sofiticaron sus procesos de dominación. Tenemos que recurrir a nuevas herramientas. Si tenés sangre en las venas, Sumate a la Multisectorial por el Ingreso Universal”.

Fin del mensaje.

Te dejamos con Rithika Ramamurthy  que te cuenta por qué No va a salir bien

El capitalismo, los sentimientos y el trabajo desde el siglo XIX hasta el presente. Es la primera presidenta elegida de su sindicato y ama el movimiento obrero. Leela.

Rithika Ramamurthy es copresidenta de Reclaim Rhode Island y candidata a doctorado en inglés en la Universidad de Brown. 
Ella es la presidenta del comité de negociación del Sindicato de Estudiantes Graduados de Brown, Stand Up For Graduate Student Employees.

A principios de este año, los trabajadores de Burger King en Lincoln, Nebraska, atrajeron una atención masiva colocando un letrero en el poste comercial del restaurante: “Renunciamos. Lo sentimos por los inconvenientes ocasionados”. En abril, un récord de 4 millones de trabajadores renunciaron a sus trabajos, que pronto fue superado por los 4,3 millones que renunciaron en agosto. Esta ola de dimisiones masivas provocó protestas de políticos conservadores y empleadores descontentos que buscaban razones para culpar a los trabajadores de la “escasez de mano de obra” en todo el país. Los subsidios por desempleo provistos por la Ley Cares, se quejaron, alentaron a las personas a cobrar ayudas en lugar de trabajar para ganarse la vida. Acusar a los desempleados de bajeza moral y pereza individual es una táctica tan antigua como el propio capitalismo. Y, sin embargo, más de un año después de la pandemia de coronavirus, después de cerca de 800,000 muertes solo en los EE. UU., muchos trabajadores están hartos de insultos y lesiones.

El salario insuficiente es solo un problema entre muchos para los trabajadores de servicios. En la industria de restaurantes, por ejemplo, abrir con capacidad limitada significa menos propinas para los trabajadores, que dependen de éstas para aumentar sus ingresos por encima del salario mínimo. Los cocineros de las grandes cadenas, que a menudo trabajan en cocinas mal ventiladas, corren el mayor riesgo de morir de covid-19 entre los trabajadores de restaurantes. Ante la perspectiva de regresar a lugares de trabajo inseguros, jefes vigilantes y horarios agotadores, millones de trabajadores estadounidenses en todas las industrias, desde el empaquetamiento y envío hasta el reparto y entrega, renunciaron a sus trabajos en busca de algo mejor.

Pero no está claro que haya algo mejor. En las últimas cuatro décadas se han disparado los salarios de los directivos y se han estancado los de los trabajadores. La exorbitante desigualdad de la riqueza va ahora acompañada de una gestión a la baja: Debido a las leyes laborales draconianas y al aumento del trabajo contingente, la densidad de afiliación a los sindicatos en Estados Unidos se ha reducido a alrededor del 10%, aunque muchos consideran que este descenso es malo para los trabajadores. Mientras las empresas intentan atraer a la gente para que vuelva a trabajar con primas y unos cuantos dólares más por hora, la crisis de los últimos 18 meses no ha hecho más que aclarar lo poco que la mayoría de los trabajadores tienen que decir sobre sus puestos de trabajo, especialmente en lo que respecta a quién debe trabajar, por qué y por cuánto. La idea del trabajo “esencial”, acuñada durante los primeros días del cierre de la pandemia, fue un ejemplo perfecto de cómo, sin una toma de decisiones colectivas, los trabajadores siempre estarán subordinados al motivo del beneficio. Mientras los trabajadores de las tiendas de comestibles mantenían los estantes abastecidos y los trabajadores de saneamiento mantenían las ciudades limpias, los gobiernos de todo el mundo se negaron a ejercer el control sobre la pandemia, sin probar, rastrear e implementar las medidas de cierre, o delinear qué tipos de trabajo realmente debían hacerse. Con el paso de los meses, la administración intervino para explotar esta situación, presionando para que todo tipo de trabajos presenciales fueran “esenciales” y embolsándose ganancias récord. 

¿El trabajo de quién es esencial? ¿Por qué hay que arriesgar la vida por el trabajo? ¿Por qué trabajar?

Work Won’t Love You Back: How Devotion to Our Jobs Keeps Us Exploited, Exhausted, and Alone [Tu amor por el trabajo no será correspondido: Cómo nuestra devoción al trabajo nos mantiene agotados, explotados y solos] de Sarah Jaffe y Lost In Work: Escaping Capitalism [Perdidos en el trabajo: Escapar del capitalismo], de Amelia Horgan, dos libros publicados este año, afirman lo que los subempleados y los sobrecargados de trabajo han estado diciendo todo el tiempo: que el trabajo, de hecho, apesta. Partiendo de la idea fundamental de que el trabajo capitalista es intrínsecamente angustioso, estos libros ofrecen un análisis accesible de cómo el trabajo ha llegado a ser tan malo, por qué duele tanto y qué debe cambiar. Ofrecen varias vías de acceso a nuestra crisis actual: El capitalismo amenaza la vida misma, mantiene a la mayoría del mundo empobrecido y asesina al planeta. ¿Por qué trabajamos tan duro, se preguntan, para que tantos de nosotros seamos tan miserables? 

Este tipo de preguntas no se suelen plantear en la vida cotidiana precisamente porque perturban la idea de que el trabajo es una necesidad social. Poner en duda la ética del trabajo, preguntando no sólo por qué el trabajo está vinculado a la supervivencia, sino también por qué tiene que ser tan peligroso y desgarrador, replantea las condiciones de trabajo como acuerdos políticos y no como una fatalidad. Estos libros toman fenómenos cotidianos como la miseria o el agotamiento y explican cómo estos sentimientos son producidos por acuerdos capitalistas que separan a los trabajadores de lo que hacen y fabrican. En otras palabras, trazan un mapa de cómo el trabajo depende de la energía emocional y produce dolor psíquico. 

Escribir contra el trabajo vuelve a ser popular. En medio de una pandemia que nos priva de mantener relaciones y exige más horas de trabajo, los trabajadores quieren recuperar su tiempo. Pero el cuidado de los demás también es un trabajo: ¿cómo sigue la vida cuando no estamos trabajando?   

El libro de Horgan Lost in Work: Escaping capitalism, nos invita a considerar una experiencia ordinaria: aburrirse en el trabajo. En el Norte Global, a mediados del siglo XX, muchos trabajadores ocupaban puestos de trabajo en fábricas y obras de construcción. Tras años de lucha, los trabajadores consiguieron sindicalizarse y obtener un empleo estable y prestaciones, pero sus puestos de trabajo se vieron sometidos a una intensa gestión tecnológica. El registro de entrada y salida era un ejercicio de control y una invitación a realizar un trabajo repetitivo y embrutecedor con poco control sobre el producto final. Horgan explica que, a medida que el trabajo se hacía cada vez más cronometrado y se dividía en partes más pequeñas, el “paisaje emocional dominante de los que participan en la producción era el aburrimiento”. Los trabajadores no se aburrían por el hecho de colocar ladrillos o montar coches, sino por la forma en que los trabajos se ajustaban a los objetivos de producción diseñados para exprimir hasta la última gota de plusvalía de cada turno.

Si los malos sentimientos en el trabajo están históricamente ligados a las malas prácticas de gestión, entonces el trabajo debe ser miserable, no por el hecho de tener que hacerlo, sino por las formas en que se nos obliga a hacerlo. Para contar esta historia, Horgan pasa de informar sobre reuniones sindicales a exponer filosóficamente el concepto de alienación, de las anécdotas personales sobre la conciencia de clase al análisis político del mercado laboral inglés. Describe cómo el movimiento obrero intentó resolver el problema del exceso de trabajo exigiendo tiempo libre, reduciendo finalmente la jornada laboral a ocho horas y reservando dos días a la semana para descanso y recuperación. Pero si los trabajadores de mediados del siglo XX trabajaban durante el fin de semana, la clase obrera contemporánea ni siquiera sabe cuándo termina la jornada laboral. 

Horgan explica que los defensores del “nuevo trabajo” prometen flexibilidad y entusiasmo, aunque la naturaleza psíquicamente agotadora y precaria del empleo hace que la realidad sea de agotamiento y ansiedad. Horgan señala que la dinámica de poder del trabajo no ha cambiado (los trabajadores siguen teniendo poco o ningún control sobre cómo trabajan, y mucho menos sobre los motivos), pero el efecto del trabajo ha pasado de ser un aburrimiento de cadena de montaje a una constante ansiedad.

Work Won’t Love You Back de Jaffe basa su argumento en un sentimiento que puede ser más feo de lo que parece: el amor. Su libro expone las insidiosas motivaciones que se esconden tras el tópico imperativo de “amar lo que haces”, revelando cómo el trabajo se ha convertido en una historia de amor no correspondido. Al igual que Horgan, traza una línea desde el compromiso fordista hasta el estado degradado y desindustrializado del trabajo contemporáneo. Pero mientras Horgan analiza varios aspectos de los vínculos financieros con el trabajo capitalista, Jaffe se centra en el amor como sello de este nuevo espíritu del capitalismo, una ética del trabajo “de amor”. El “tú” de su título parece referirse a un individuo estresado que vive en tiempos privatizados y solitarios. Cuando tienes una relación monógama con tu trabajo, explica Jaffe, “la solución ante ese amor no correspondido es seguir adelante o esforzarte más”.

Aunque Lost in Work cubre un terreno impresionante con una amplia inclinación teórica, la fuerza de Work Won’t Love You Back está en los detalles, sintetizando un enfoque sociológico de experiencias laborales específicas con una historiografía de las transformaciones materiales del trabajo. Como periodista laboral, Jaffe tiende a abordar las cuestiones estructurales a través de instantáneas singulares: cada uno de los 10 capítulos se abre con una narración personal que demuestra cómo funciona el apego dentro de un sector laboral concreto. Todas estas anécdotas ilustran cómo el “amor” se esgrime contra los trabajadores en diversos ámbitos, obligándoles a aceptar abusos, a quedarse hasta tarde o incluso a renunciar a la paga. 

Al contar las historias de las víctimas de esta nueva ética laboral capitalista (y de las industrias que prosperan gracias a que los empleados la interiorizan) Jaffe intenta mostrar cómo el culto al trabajo moderno coacciona a las personas para que se adhieran a la fuente de su opresión, empujando a los trabajadores a priorizar y realizar la pasión a costa de la supervivencia. Muestra a los profesores mal pagados, que cargan con toda la culpa de los efectos que los sistemas escolares en pleno derrumbe tienen sobre sus alumnos, y a los trabajadores sin ánimo de lucro que dejan de lado su propio bienestar en favor de las luchas por la justicia. El libro argumenta que la mayoría de los trabajos de nuestra economía actual dependen de la inversión emocional de los trabajadores que no se devuelve en apoyo material. El trabajo actual, en el que la sociedad nos adormece a la mayoría de nosotros, insinúa Jaffe, es un estado de falsa conciencia que, sin embargo, “se resquebraja porque el trabajo en sí ya no funciona: el estancamiento de los salarios da cuenta del declive de la clase media”. El reciente aumento del apoyo a los sindicatos indica que “las promesas hechas a una generación de trabajadores alimentados por la esperanza se están revelando como las mentiras que son”. Este lenguaje expone la relación imaginaria que tienen muchos trabajadores con las condiciones reales de su existencia, es decir, con la ideología empresarial que la sustenta. Si no tuviéramos que trabajar, escribe Jaffe, podríamos crear nuestros vínculos sociales, amistades íntimas y camaradería política, formas de florecimiento colectivo que el capitalismo hace imposibles.

Tanto Jaffe como Horgan concluyen sus lúcidos diagnósticos sobre el exceso de trabajo con argumentos a favor de un mundo menos dependiente del trabajo, lo que los pone en conversación con la “política antitrabajo”, una vertiente de la teoría anticapitalista que insiste ampliamente en que el trabajo es la fuente del sufrimiento humano en las sociedades capitalistas y debe ser abolido. La teórica política Kathi Weeks explica el principio fundador de la política antitrabajo en su texto marxista-feminista de 2011 El problema del trabajo: Feminismo, marxismo, políticas contra el trabajo e imaginarios más allá del trabajo[i]: El trabajo es el lugar en el que no somos libres. Es donde la mayoría de la gente “experimenta las relaciones de poder más inmediatas, inequívocas y tangibles”, y también donde acude para realizar su autoestima y asegurar su sentido de bienestar. Al ser un lugar poderoso tanto de dominación como de identificación, y al aparecer necesariamente como un camino hacia la libertad, el trabajo se ha convertido en una trampa fuertemente construida, de la que es difícil escapar. En la última década, la teoría antitrabajo de Weeks, Stanley Aronowitz y otros ha dado lugar a una oleada de escritos más populares que tienden a recomendar soluciones radicales para resolver la dependencia de la sociedad del trabajo por completo. Algunos defienden la renta básica universal, como el libro Inventar el futuro: poscapitalismo y un mundo sin trabajo de Nick Srnicek y Alex Williams, o exaltan las promesas de la automatización tecnológica, como en Comunismo de lujo totalmente automatizado[ii], de Aaron Bastani. Otros, como El rechazo del trabajo, de David Frayne, sostienen que la vida real se vive cuando no se trabaja, y fantasean con las libertades humanas que podrían explorarse en un mundo sin trabajo. 

La reproducción social, especialmente el trabajo de cuidados, siempre ha sido un escollo para los defensores del antitrabajo porque es un tipo de trabajo no remunerado que no puede ser simplemente abolido. Todas las sociedades humanas dependen de algunas formas de trabajo para sobrevivir. Incluso bajo el comunismo, habrá que cocinar, construir casas y cuidar a los niños y a los ancianos. Los libros de Jaffe y Horgan reconocen esto y ofrecen posibles futuros para el trabajo de cuidados. Las políticas antitrabajo son una poderosa herramienta imaginativa, pero debemos preguntarnos: ¿cuáles son las alternativas para el trabajo, que debemos hacer, pero que bajo el capitalismo se realiza a menudo en condiciones miserables? 

En su libro de 1981 Mujeres, raza y clase, Angela Davis aborda el problema del trabajo doméstico en las luchas por la liberación de la mujer, como el movimiento del Salario para el trabajo doméstico. En concreto, Davis discrepa de la idea de Mariarosa Dalla Costa de que las mujeres son “una clase especial de trabajadoras explotadas por el capitalismo” y que el ama de casa es “una trabajadora secreta en el proceso de producción”. Davis no está de acuerdo con la afirmación de que las amas de casa merecen un salario, precisamente porque la división por sexos y la subordinación del trabajo doméstico fueron la condición previa para el surgimiento del capitalismo industrial y la separación de las esferas pública y privada en el siglo XIX. El trabajo de las mujeres, en otras palabras, no forma parte del proceso de producción, sino que es lo que permite la existencia del capitalismo. 

Las mujeres de ciertas razas y clases (especialmente las negras) siempre han “soportado la doble carga del trabajo asalariado y del trabajo doméstico”. Esto no hace que el trabajo sea menos aburrido, denigrante o abusivo. Al igual que el aburrimiento de los obreros fabriles de mediados de siglo, el malestar de las amas de casa surge por la forma en que se realiza este trabajo: solas, sin descanso. En lugar de hacer huelga de tareas domésticas y eximirse de la fuerza de trabajo para exigir salarios por el trabajo doméstico, sostiene Davis, más mujeres deben entrar en la fuerza de trabajo y unirse a sus compañeras para “desafiar a los capitalistas en los centros de producción”. Un número creciente de mujeres trabajadoras debe insistir en la socialización del trabajo doméstico, por programas públicos que distribuyan la domesticidad. Sólo como trabajadoras pueden las mujeres tener poder colectivo.

El deseo de Davis para un movimiento obrero feminista era que la gente trabajadora entendiera que su trabajo es indispensable y ejerciera el poder para transformar la forma en que se realiza. En sus libros, Jaffe y Horgan recogen respectivamente la antorcha de Davis insistiendo en que lo que se suele entender como “trabajo de mujeres” es un trabajo sin el que no podemos vivir, y que presionar sobre este hecho es clave para cambiar el estatus del trabajo en su conjunto. Horgan observa que las reivindicaciones de las mujeres sindicalistas a mediados de los años 70 dieron lugar a prometedores planes de guarderías comunitarias y de vida en común, pero que los proyectos para aliviar el trabajo doméstico degeneraron con la derrota de la izquierda y el declive del trabajo organizado a finales de los años 80. En la actualidad, este trabajo se subcontrata a un “ejército de limpiadoras, niñeras y au pairs” que se ven obligadas a aceptar salarios bajos y protecciones mínimas debido a su género, raza y condición de inmigrantes.

Jaffe cuenta la historia de una niñera llamada Seally, una cuidadora asalariada que comprende tanto el poder colectivo que tienen los cuidadores como trabajadores como la absoluta necesidad de su labor. Jaffe escribe: “la pandemia ha puesto de relieve algo que Seally ya sabía muy bien: ‘Si las trabajadoras domésticas no se presentan a trabajar, entonces la mayoría de la mano de obra no puede presentarse a trabajar’, dijo. ‘Amo mi trabajo porque mi trabajo es el hilo de seda que mantiene unida a la sociedad, haciendo posible el resto de los trabajos’”. Nunca libraremos a la sociedad de la necesidad del trabajo doméstico, pero estamos muy lejos de ganarnos a las instituciones capaces de hacer que este trabajo satisfaga económica y emocionalmente a quienes lo realizan. Sin esta lucha, todo tipo de trabajo seguirá sufriéndose en solitario.

Escribir también puede ser un trabajo solitario. Escribir contra el trabajo se enfrenta a la precariedad del trabajo intelectual, un tipo de trabajo que es fundamental para el placer imaginativo y que no terminará con el capitalismo. El trabajo intelectual, como otros tipos de trabajo, está en crisis. Sin embargo, a diferencia de otros tipos de trabajo, a menudo teoriza sobre las condiciones de su propio declive. Los dos autores de los libros de esta reseña pertenecen a sectores cruciales para el pensamiento crítico y la escritura teórica, un trabajo creativo que necesita una cultura próspera de museos, universidades y revistas para florecer. 

En Work Won’t Love You Back Jaffe habla del trabajo intelectual, de su papel como escritora y de cómo ama su trabajo a la vez que se siente prisionera de él. Escribe sobre sus experiencias como periodista freelance precaria y cómo se las arregla para mantenerse. Viaja, hace reportajes y da conferencias para llegar a fin de mes, pero consigue escribir la mayor parte del tiempo. Escribe: “Soy el ejemplo de la economía actual. Soy flexible, trabajo sobre la marcha desde un ordenador portátil en cafeterías de todo el país y ocasionalmente del mundo. No tengo seguro médico ni prestaciones de jubilación. ¿Vacaciones? ¿Qué es eso? No tengo nada de lo que solía significar una vida adulta estable: ni familia, ni propiedades, sólo yo y un perro. (Lo bueno es que tampoco tengo jefe)”.

Jaffe reconoce que se encuentra en una situación similar a la de millones de personas de todo el mundo que carecen de seguridad laboral. “Todos estamos agotados, quemados, con exceso de trabajo, mal pagados y sin equilibrio entre la vida laboral y la personal (o simplemente sin vida)”. Pero ella ama su trabajo y quiere luchar por él. No está sola. No sabemos qué tipo de placeres pueden existir y qué ideas podemos generar fuera de la increíble coacción del trabajo capitalista. 

La organización sindical es una labor de amor. A menudo no es remunerada y suele ser difícil, pero surge de un lugar de comunidad, donde los trabajadores deciden juntos que se preocupan demasiado por los demás como para mantener el statu quo. Los sindicatos tienen éxito cuando las supermayorías de los miembros deciden las demandas colectivas y utilizan el poder material para ganarlas, socavando las prácticas de gestión jerárquica de los consejos de administración y los jefes sobrepagados. En el mundo académico, el trabajo se ha devaluado aún más, ya que las universidades obtienen ahora la mayor parte de su dinero de los elevados costes de las matrículas y de los rendimientos de inversiones cuestionables. El menor número de empleados sindicalizados facilita a la dirección el recorte de los presupuestos y la reducción del nivel de vida. Los jefes doblan o rompen las reglas para evitar que ejerzamos nuestros derechos de negociación colectiva, o cuentan con que ni siquiera lo intentemos. A medida que miles de trabajadores estudiantes graduados en todo el país se organizan para oponerse al modelo universitario neoliberal, la lucha sindical está ganando fuerza. 

Como estudiante de posgrado y presidenta de mi sindicato, la Organización Laboral de Graduados de la Universidad de Brown (rifthp-aft Local 6516), he sido testigo de primera mano de las contradicciones de una profesión que interioriza normas de productividad poco razonables y cuyos miembros luchan por organizarse. Y si bien los sindicatos de graduados de todo el país están exigiendo actualmente mejores salarios o más control sobre su tiempo (medidas que buscan disminuir la carga del exceso de trabajo académico), otros resultados radicales y transformadores ya han sido ganados por una membresía comprometida y militante que actúa en conjunto para desafiar la forma en que se administra la universidad. Fue gracias a la acción colectiva, por ejemplo, que los graduados de la Universidad de Nueva York (gsoc-uaw) fueron capaces de aprovechar una huelga histórica y un acuerdo tentativo el verano pasado para exigir políticas de protección para todos en la universidad frente al ICE (Servicio de Control de Inmigración y Aduanas) y otras agencias. Es gracias a la participación de la supermayoría que nuestro sindicato en Brown pronto asegurará un salario inicial de 39.000 dólares y la paridad salarial en todas las disciplinas (lo que equivale a un aumento del 50% en el transcurso de ocho años). La educación superior, como cualquier otra industria, debe ser dirigida por las personas que hacen el trabajo.

Los escritos contra el trabajo son mejores cuando nos inspiran a luchar por un futuro que podamos controlar y a organizarnos para lograr esa visión en el presente. Sin esta doble estrategia, nos quedaremos con soluciones a corto plazo y con la inmisericordia a largo plazo. Jaffe y Horgan lo entienden, ya que ambos insisten en que la única forma de avanzar es organizar a los sectores sobrecargados de trabajo que realizan la difícil labor de sostener la sociedad. Su atención al trabajo de cuidados en particular, y la cualidad feminizada de la mayor parte del trabajo moderno, es precisamente lo que les permite tener una visión clara de la tendencia capitalista a convertir incluso la reproducción social en una actividad explotable. El método propuesto por Horgan para escapar del capitalismo es un “movimiento sindical poderoso y revigorizado”, mientras que Jaffe declara que más allá de leyes laborales más fuertes y mejoras en el lugar de trabajo, necesitamos una “comprensión política de que nuestras vidas son nuestras para hacer lo que queramos”. Horgan identifica el reto actual en su observación de que, en Inglaterra, como en otros lugares, “la economía sólo parece capaz de sacar a flote empleos mal pagados en el sector servicios”, sectores que son los menos propensos a ser sindicalizados. Nos encontramos en un punto en el que un número importante de economías mundiales ricas se orientan en torno a formas de trabajo infrasalariado, trabajo que sostiene o proporciona a las personas servicios que les permiten trabajar aún más.

La experiencia del trabajo en el capitalismo sólo cambia, para bien o para mal, a través de la lucha de clases. La lucha de clases no es un simple conflicto entre los trabajadores que exigen aumentos de sueldo y los empresarios que recortan puestos de trabajo; es el antagonismo central que surge de la interminable explotación del trabajo por parte del capitalismo. Sin una política antitrabajo, nuestro horizonte no es lo suficientemente amplio. Pero la política antitrabajo debe reconocer que organizarse para acabar con el trabajo capitalista es una lucha para separar la actividad humana de la explotación capitalista. Esto también es un tipo de trabajo, pero se lleva a cabo al servicio de la realización de un futuro en el que las necesidades se satisfagan sin sufrimiento, donde el trabajo se libere de las imposiciones del capital. La única salida es a través.

Las dimisiones masivas están conduciendo a un aumento de los salarios y a la mejora de las condiciones de trabajo, a cambios culturales en la conversación sobre por qué trabajamos y cuánto. Cada vez más trabajadores de cuello blanco hablan de la semana laboral de cuatro días; incluso el New York Times publica artículos y artículos de opinión sobre el tema. Esto es algo bueno. Los trabajadores tienen influencia en este momento, pero sin la organización de instituciones democráticas para el control colectivo, abandonar un trabajo sólo será una decisión individual que dará lugar a un alivio de corta duración. Deberíamos mirar a las decenas de miles de trabajadores de Hollywood y de los hospitales que se preparan para ir a la huelga en busca de inspiración. El fin del trabajo tal y como lo conocemos sólo será posible cuando lo que trabajemos sea una cuestión de lo que necesitamos. Para hacer realidad un mundo fuera de la pesadilla viviente del presente autoritario capitalista es necesario que más personas ejerzan el poder en sus lugares de trabajo, no sólo que renuncien a sus empleos. Así que manos a la obra.  

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