En la Argentina de Milei, ya no se roba sólo desde arriba. O no sólo desde el Estado. Ahora el estafador no se oculta: se multiplica, se disfraza de vendedor por Instagram, de empleador por WhatsApp, de trader, de profe espiritual, de inquilino ideal. Es el hijo pródigo del modelo: sin culpa, sin ley, sin otra patria que su billetera.
Por Daniela Fariña para Argentina en Red
La crueldad se volvió virtud. El ajuste, evangelio. El oportunismo, salvación. El discurso meritocrático y el odio a lo colectivo habilitaron una época donde todo vale si el otro es "boludo". Donde triunfa el que no se apiada. Donde la víctima molesta más que el estafador. Y es lógico: si el Estado se retira, si la comunidad se disuelve, si la empatía es "zurda", entonces el fraude deja de ser delito para volverse recurso. No es que haya más maldad: hay más desesperación, menos reglas, y una moral que se rompe al ritmo del bolsillo. Hay hambre, hay bronca, y hay también un goce nuevo en ver caer al otro.
Pero no es nuevo. La Argentina ya fue señalada por sus trampas desde los barcos: panfletos en italiano o francés advertían a los inmigrantes que bajaban en el puerto que no confiaran, que aquí abundaban los vivillos. Esa “viveza criolla” que algunos romantizan, a otros nos avergüenza. No es astucia, es daño social.
El estafador no nace, se hace. Crece en familias donde gana el que engaña, en escuelas que no enseñan a cuidarse entre pares, en patriarcados que aplauden al "ganador" aunque se lleve todo puesto. Y se refuerza en una cultura que ya no cree en nadie. Por eso este texto no va dirigido a las víctimas. Ellas ya saben lo que duele.
Esto va para vos, que elegís estafar. Que decís “si no lo hago yo, lo hace otro”. Que justificás con tu historia, con tu miseria, con tu necesidad. Pensá por un momento qué pasa en tu cuerpo cuando mentís. Qué queda después del “logro”. Qué red tejés cuando rompés el lazo.
Tal vez nadie te dijo que es posible otra cosa. Que vivir sin estafar también es una forma de cuidarte. Que la empatía no es debilidad, sino potencia. Y que reconstruir la confianza no es utopía: es lo único que nos puede salvar.
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